La cancelación de la visita de Estado de Brasil marca otro punto bajo en las relaciones entre EE.UU. y América Latina

19 Septiembre 2013

Mark Weisbrot
The Guardian Unlimited, 18 de septiembre, 2013
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La cancelación ocurrida ayer de la visita de Estado de la presidenta brasileña Dilma Rouseff a la Casa Blanca, programada para el próximo mes, no fue ninguna sorpresa. Unos documentos filtrados por Edward Snowden, y divulgados en informes por Glenn Greenwald y TV Globo, habían causado un escándalo en Brasil. Según los documentos y los informes, el gobierno estadounidense había espiado las comunicaciones personales de Dilma y había tenido como blanco los sistemas informáticos de Petrobras, la gran empresa petrolera brasileña de propiedad mayoritaria del Estado.

El informe de TV Globo indicaba que había información en la red informática de Petrobras que podría ser de mucho valor para las empresas extranjeras de petróleo. El ex presidente Lula da Silva señaló que Obama debería “disculparse personalmente ante el mundo” y Dilma también exigió una disculpa pública, la cual nunca llegó.

La ruptura con Brasil se da en momentos en que las relaciones de EE.UU. con América Latina, y especialmente con Sudamérica, van empeorando. La negativa por parte del gobierno de reconocer los resultados de las elecciones venezolanas de abril del año pasado, a pesar de que no existían dudas sobre los resultados y a gran diferencia del resto de la región, puso a exposición una agresividad que Washington no había mostrado desde que contribuyó al golpe de Estado en Venezuela en 2002. Dicha negativa provocó fuertes reproches desde Sudamérica, inclusive por parte de Lula y Dilma.

Menos de dos meses después, el secretario de Estado de EE.UU., John Kerry, lanzó una nueva “tregua”, al reunirse con su homólogo venezolano, Elías Jaua – en lo que fue el primer encuentro de tan alto nivel que se pueda recordar – y reconociendo tácitamente los resultados electorales. Pero las nuevas esperanzas fueron rápidamente defraudas después de que varios gobiernos europeos, actuando claramente en nombre de Estados Unidos, forzaran a que, en julio, el avión del presidente Evo Morales aterrizara. “Definitivamente están todos locos”, escribió la presidenta Cristina Kirchner en su cuenta de Twitter, y Unasur (la Unión de Naciones Suramericanas) emitió una fuerte denuncia. La grave violación del derecho internacional y de las normas diplomáticas fue otra flamante muestra de la falta de respeto de Washington hacia la región.

Parece ser que cada mes que pasa tenemos otro indicio de lo poco que le importa al gobierno de Obama mejorar las relaciones. El 24 de julio, el FMI, en seguimiento de las instrucciones del Departamento del Tesoro de EE.UU., abandonó sus planes de apoyar al gobierno argentino en su lucha legal en contra de los “fondos buitre”. Previamente, el FMI se había comprometido a presentar un informe ante la Corte Suprema de EE.UU. en apoyo al gobierno argentino. Esto el FMI no lo hacía por el gran amor que le tiene a Argentina, sino más bien porque la decisión de un tribunal inferior – la cual intentaría prevenir que Argentina le pague al 92 por ciento de sus acreedores para satisfacer así las demandas de los fondos buitre – era percibida como una amenaza para las restructuraciones de deuda en el futuro, y por lo tanto, para el sistema financiero mundial. Pero se permitió que los grupos de presión anti Argentina prevalecieran, incluso en oposición a la preocupación genuina del Departamento del Tesoro por la estabilidad financiera internacional.

Existen razones estructurales para el continuo fracaso del gobierno de Obama en aceptar la nueva realidad de tener gobiernos independientes en la región. Aunque quizás quiera tener mejores relaciones, el presidente Obama está dispuesto a gastar apenas dos dólares en capital político para lograrlo. Y esa cantidad no es suficiente. Cuando intentó nombrar un embajador ante Venezuela en 2010, por ejemplo, los republicanos (incluyendo la oficina del entonces senador Richard Lugar) lograron exitosamente hundir ese nombramiento.

Para el presidente Obama generalmente no existen consecuencias electorales por tener malas relaciones con América Latina. A diferencia de Afganistán, Pakistán, Siria y otras áreas de conflicto armado o de posibles guerras, no existe peligro inminente de que algo le estalle en la cara y le cause algún daño político a su administración o a su partido. La principal presión electoral proviene de aquellos que desean una oposición más agresiva en contra de los gobiernos de izquierda – como por ejemplo, los cubanoamericanos de derecha de Florida y sus aliados en el Congreso, que actualmente predominan en la Cámara de Representantes. A la mayoría de los miembros de los círculos predominantes de política exterior no le importa en absoluto la región, y aquellos a quienes sí les importa, comparten primordialmente la visión de que el giro a la izquierda es algo temporal que puede y debe ser revertido. Mientras tanto, Washington está expandiendo su presencia militar en lugares donde sí tiene el control (por ejemplo, en Honduras) y está listo para apoyar el derrocamiento de gobiernos de izquierda cuando haya oportunidad (en Honduras en 2009 y en Paraguay el año pasado).

En 1972, el presidente Richard Nixon realizó una visita histórica a China, la cual inició una nueva era para las relaciones entre EE.UU. y China. Nixon manifestó una serie de motivos detrás del cambio en la política: “Estamos haciendo lo de China para fastidiar a los rusos y para ayudarnos en Vietnam y para mantener en línea a los japoneses”, le dijo a su asesor de seguridad nacional Henry Kissinger. Pero él también había reconocido algo importante, unos 22 años después de la revolución china: que la independencia de un país no iba a ser reversible.

Desafortunadamente, Washington aún no ha llegado a la misma conclusión cuando se trata de América Latina, y especialmente Sudamérica, región cuya “segunda independencia” es quizás uno de los cambios geopolíticos más importantes del mundo ocurrido en los últimos 15 años. Entre los círculos predominantes de política exterior acá –a dentro y fuera del gobierno –no se reconoce prácticamente que algo importante ha cambiado, y que el gobierno estadounidense debe aceptar estos cambios, y por consecuencia, modificar sus políticas. Hasta que eso no suceda, no se puede esperar que las relaciones entre EE.UU. y América Latina mejoren mucho.


Mark Weisbrot es codirector del Center for Economic and Policy Research, en Washington, D.C. También es presidente de la organización de política exterior, Just Foreign Policy.

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