04 Enero 2014
Mark Weisbrot
The Guardian (RR.UU), 4 de enero 2014
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Fue hace 20 años que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) entre EE.UU., Canadá y México fue implementado. Acá en Washington, D.C., la fecha coincide con un brote de la bacteria criptosporidio en el suministro de agua de la ciudad, que obligó a los residentes a tener que hervir el agua antes de beberla. La broma en la ciudad era, “¿Ves lo que pasa? El TLCAN entra en efecto y acá no se puede beber el agua”.
Dejando a un lado nuestra descuidada infraestructura, es fácil ver que el TLCAN fue un mal negocio [PDF] para la mayoría de estadounidenses. Los prometidos superávits comerciales con México resultaron ser déficits, se perdieron unos cientos de miles de trabajos y los salarios en EE.UU. sufrieron una presión a la baja – lo cual, a fin de cuentas, era el propósito del acuerdo. No sucedió como con la integración económica de la Unión Europea (previo a la eurozona), la cual asignó cientos de miles de millones en ayuda al desarrollo para los países más pobres de Europa con el objetivo de que sus niveles de vida alcanzaran el promedio. La idea era poner presión a la baja sobre los salarios, en dirección a los de México, y crear nuevos derechos para las corporaciones en la zona comercial: estas afortunadas empresas multinacionales podían ahora demandar a los gobiernos directamente ante un tribunal internacional, pro empresas y sin obligación de rendirle cuentas a ningún sistema judicial nacional, por implementar normas (p. ej., ambientales) que infringieran sobre su capacidad de generar ganancias.
Pero ¿qué fue México? ¿No se beneficio al menos México del acuerdo? Bueno, si consideramos los últimos 20 años, no es una bonita imagen. La medida más básica del progreso económico, especialmente para un país en desarrollo como México, es el crecimiento del ingreso (o PIB) por persona. De 20 países latinoamericanos (Centro y Sudamérica más México), México se ubica en el puesto número 18, con un crecimiento anual de menos del 1 por ciento desde 1994. Es posible argumentar, desde luego, que a México le hubiera ido peor sin el TLCAN, pero entonces la pregunta sería, ¿por qué?
Entre 1960 y 1980, el PIB por persona de México tuvo un crecimiento de casi el doble. Esto significó un enorme aumento en los niveles de vida para la gran mayoría de mexicanos. Si el país hubiera continuado creciendo a ese ritmo, hoy tendría niveles de vida europeos. Además, no había ninguna barrera natural que detuviera ese tipo de crecimiento: esto fue lo que sucedió con Corea del Sur, por ejemplo. Pero México, al igual que el resto de la región, inició un largo período de cambios de política neoliberales que, comenzando por la manera en que afrontó la crisis de la deuda a inicios de los años 80, se deshicieron de las políticas industriales y de desarrollo, le dieron un papel más importante a un modelo desregulado de comercio internacional e inversión y le dieron mayor prioridad a una política fiscal y monetaria más restrictiva (incluso, en algunas ocasiones, durante recesiones). Dichas políticas pusieron fin al período anterior de crecimiento y desarrollo. La región en su conjunto creció a un ritmo de apenas 6 por ciento por persona entre 1980 y 2000, y México tuvo un crecimiento del 16 por ciento – muy lejos del 99 por ciento registrado durante los 20 años anteriores.
Para México, el TLCAN contribuyó a consolidar las políticas económicas neoliberales y anti desarrollo que se habían implementado en la década anterior, consagrándolas en un tratado internacional. También ató a México, aún más, a la economía de EE.UU., la cual no tuvo mucha suerte durante las dos décadas posteriores al tratado: los incrementos en la tasa de interés de la Reserva Federal en 1994, el colapso del mercado de valores (2000-2002) y la recesión (2001) en EE.UU., y especialmente el colapso de la burbuja inmobiliaria y la Gran Recesión de 2008-2009, tuvieron un mayor impacto en México que en casi cualquier otro lugar de la región.
Desde el año 2000, la región latinoamericana en conjunto ha tenido un incremento en su tasa de crecimiento anual por persona de alrededor de 1,9 por ciento – no como el de la era previo a 1980, pero sí una importante mejora en comparación con las dos décadas anteriores cuando experimentó uno de apenas 0,3 por ciento. Como resultado de este rebote en el crecimiento, y también de las políticas anti pobreza implementadas por los gobiernos de izquierda electos en la mayor parte de Sudamérica durante los últimos 15 años, los niveles de pobreza en la región han disminuido considerablemente. Dichos niveles tuvieron una caída desde un 43,9 por ciento en 2002 hasta el 27,9 por ciento en 2013, luego de dos décadas sin progreso alguno.
Pero México no ha participado en este tan esperado rebote: su crecimiento se ha mantenido por debajo del 1 por ciento, menos de la mitad del promedio regional, desde 2000. Y no sorprende que México haya tenido una tasa nacional de pobreza de 52,3 por ciento en 2012, manteniéndose básicamente al mismo nivel que registraba en 1994 (52,4 por ciento). Sin el crecimiento económico resulta difícil reducir la pobreza en un país en desarrollo. Es probable que las cifras fuesen aún peor si no fuera por la migración que ocurrió durante este período. Millones de mexicanos fueron desplazados de la agricultura, por ejemplo, luego de que se vieran forzados a competir con la subsidiada y altamente productiva agroindustria de Estados Unidos, gracias a las normas del TLCAN.
Es difícil imaginar que México estuviera en peor estado sin el TLCAN. Quizás esto sea parte de la razón por la cual la propuesta de Washington de un “Área de Libre Comercio de las Américas” fue rotundamente rechazada por la región en 2005 y la propuesta de la Alianza Transpacífica se encuentra en problemas. Es interesante que cuando los economistas que promovieron el TLCAN desde un inicio son llamados a defender el acuerdo, el mejor resultado que pueden ofrecer es que produjo un aumento en el comercio. Pero el comercio no es, para la mayoría de humanos, un fin en sí mismo. Ni tampoco lo son los muy mal llamados “acuerdos de libre comercio”.
Mark Weisbrot es codirector del Centro de Investigación en Economía y Política (Center for Economic and Policy Research, CEPR), en Washington, D.C. También es presidente de la organización de política exterior, Just Foreign Policy (www.justforeignpolicy.org).