13 Febrero 2020
La política exterior, un área básicamente en manos del poder ejecutivo, le ha proporcionado a la presidenta de facto de Bolivia, Jeanine Áñez, quien no goza de una mayoría parlamentaria, un vehículo ideal para su programa radical. A días de tomar el poder, el Gobierno de Áñez cortó relaciones con Venezuela, expulsó a su personal diplomático, reconoció en cambio al autoproclamado Gobierno de Juan Guaidó y abandonó rápidamente el grupo de países del ALBA para unirse a su contrapeso de derecha, el Grupo de Lima. Bolivia pronto restableció relaciones diplomáticas con Israel y reavivó los estrechos lazos con Estados Unidos, los que habían sido seriamente erosionados desde que el embajador de Estados Unidos en Bolivia fuese sorprendido teniendo reuniones secretas con figuras clave de la oposición en medio de un violento movimiento separatista destinado a derrocar al Gobierno de Morales en 2008.
Áñez, una senadora poco conocida, cuyo partido obtuvo solo el 4% de los votos en las últimas elecciones legislativas, fue proclamada después de un golpe de Estado que derrocó el 10 de noviembre al presidente democráticamente electo, Evo Morales. Pronto quedó claro que su falta de legitimidad democrática no evitaría que se comporte como si tuviera el mandato popular de conducir al país a una nueva era. Añez se negó a personificar el papel, que quisieron construir los defensores del golpe, de una interina prudente y preocupada por garantizar el funcionamiento de las instituciones necesarias para la celebración de elecciones en el menor tiempo posible; y eligió, en su lugar, gobernar.
Después de comprometerse reiteradamente a no presentarse a las elecciones, Áñez finalmente anunció su candidatura el 24 de enero. Los candidatos presidenciales Carlos Mesa y Jorge Quiroga, entre otros miembros de la élite boliviana, han expresado su descontento con el cambio de opinión de Áñez. Su presencia en la boleta electoral dividirá aún más a la derecha en el contexto de una contienda abarrotada de postulantes en la que los candidatos del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido político de Morales, son los favoritos. Los partidarios del golpe de noviembre, tanto dentro como fuera de Bolivia, están preocupados que las ambiciones políticas de Áñez desacrediten el argumento de que los golpistas fueron actores políticos desinteresados, dedicados a la causa de la “democratización” y no a su propio encumbramiento.
La internacionalización de la política nacional
En la restauración conservadora de Bolivia hay una conexión inseparable entre la política exterior y la persecución interna del MAS y de su liderazgo. El Gobierno golpista busca arrestar a Morales por cargos de “terrorismo” y “sedición”. Docenas de funcionarios del Gobierno de Morales y líderes del MAS huyeron del país, buscaron asilo en misiones diplomáticas o fueron arrestados. A 24 horas de que el MAS anunciara que su candidato presidencial sería el exministro de Economía, Luis Arce, el Gobierno de facto anunció cargos de “corrupción” contra Arce; y cuando regresó a Bolivia hace un par de semanas, recibió una citación para comparecer ante el Ministerio Público incluso antes de pasar por el control de migraciones del aeropuerto. Un exministro y un viceministro, a quienes el Ministerio de Relaciones Exteriores de Bolivia había otorgado salvoconductos para que pudieran salir de la embajada mexicana, dirigirse al aeropuerto y abandonar el país, fueron detenidos y maltratados. Solo las voces de protesta internacionales que denunciaron esta violación extraordinaria del derecho internacional ―y la asombrosa perfidia de otorgar salvoconductos a personas para detenerlos una vez fuera de su refugio diplomático― finalmente llevó al Gobierno boliviano a dejarlos salir del país.
El responsable de este resurgimiento de la “guerra interna” ― la infame Doctrina de Seguridad Nacional de América Latina de las dictaduras militares de los años 60 y 70 ― es el ministro del Interior, Arturo Murillo. Murillo no oculta sus alianzas internacionales para erradicar a los subversivos y terroristas: “Los hemos invitado (a los israelíes) a ayudarnos. Están acostumbrados a tratar con terroristas. Saben cómo manejarlos”.
Para Patricio Aparicio, el embajador de Áñez ante la Organización de Estados Americanos, las denuncias generalizadas de abusos contra los derechos humanos, entre otros el informe de la Comisión Interamericana sobre Derechos Humanos (CIDH) y su denuncia de la masacre de Senkata son “mentiras y falsedades”. Al quejarse de la aprobación de una resolución del Consejo Permanente de la OEA impulsada por los países del CARICOM para “condenar las violaciones a los Derechos Humanos” y hacer un “llamamiento al pleno respeto a los derechos de los pueblos indígenas” en Bolivia, Aparicio aseveró que los Estados miembros de la OEA estaban actuando “como esos consultores y operadores de cierta izquierda internacional que están alojados en muchas instituciones interamericanas, y que no quieren conocer la verdad objetiva”.
En línea con la negación de las violaciones a los derechos humanos, el Gobierno de Áñez ha arremetido contra los Gobiernos que adoptan una postura proactiva para proteger de abusos a potenciales víctimas en Bolivia. Jorge Quiroga, el “representante internacional” de Áñez ―quien finalmente renunció en enero para lanzar su propia candidatura presidencial― llamó de “cobarde”, “servil”, “sumiso”, “matoncito” y “sinvergüenza” al presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, por haberle otorgado asilo a Morales. Lejos de rechazar la franqueza de su representante, a una semana de los floridos insultos de Quiroga, Áñez expulsó al embajador mexicano, así como al encargado de negocios y al cónsul español por el papel de estos Gobiernos en la protección de los exfuncionarios bolivianos ante su persecución.
La siguiente disputa de Áñez fue con el nuevo Gobierno de Argentina, donde actualmente Morales vive en el exilio. Fue más que paradójico cuando Áñez, una presidenta que asumió la presidencia como consecuencia de un golpe de Estado, dijo, refiriéndose al presidente democráticamente electo de Argentina, Alberto Fernández, el día de su posesión presidencial, que no tenía “ninguna afinidad con gente que no respeta la democracia”.
Un vecino amigable
El contexto internacional ha jugado un papel decisivo en escudar al gobierno de Añez de sus detractores y por ende en vigorizar su cruzada contra la izquierda. El Gobierno brasileño, en particular, ha brindado un apoyo significativo. El canciller israelí confirmó la influencia de Brasil cuando reconoció “la ayuda del presidente brasileño [Jair Bolsonaro] y [su] ministro de Asuntos Exteriores” en el restablecimiento de las relaciones de Israel con Bolivia y, naturalmente, la importancia del golpe: “La partida del presidente Morales, quien era hostil a Israel, y su reemplazo por un Gobierno amigo de Israel, permite que el proceso se materialice”.
Independientemente de la cuestión con Israel, está claro que el presidente brasileño está encantado con los acontecimientos en la vecina Bolivia. Mientras que Bolsonaro es un católico que fue apoyado por numerosas iglesias evangélicas conservadoras en las elecciones de 2018, Áñez es una evangelista de derecha de “pura cepa”: una aliada ideal para el proyecto político ultra conservador del Gobierno de Brasil.
Bolsonaro ha tratado de ayudar a Áñez de varias maneras, incluyendo a través de la flexibilización de las reglas para las importaciones de gas boliviano a Brasil. En diciembre de 2019, expiró el contrato que habían tenido Petrobras e YPFB (la compañía estatal de petróleo y gas de Bolivia) durante 20 años. Las negociaciones que tuvieron lugar en el contexto del rápido declive de la demanda brasileña de gas boliviano, se habían estancado antes del golpe. Sin embargo, en diciembre de 2019, Petrobras llegó a un acuerdo transitorio con YPFB, lo que le dio al Gobierno boliviano la holgura necesaria hasta concretar un contrato a más largo plazo. En enero, el ministerio de Minas y Energía de Brasil fue más allá; otorgando a YPFB el derecho de vender gas en el mercado brasileño, en consonancia con el esfuerzo más amplio de Bolsonaro para poner fin al monopolio de Petrobras sobre las importaciones de gas en Brasil. Si bien se mantendrán límites a la cantidad de gas boliviano colocado en el mercado brasileño fuera del acuerdo con Petrobras, el techo máximo crecerá paulatinamente cada año.
La ruptura con Cuba
Brasil ha liderado, además, con el ejemplo. Al romper los tabúes de la política exterior, al usar un lenguaje provocativo, al ir en contra del consenso liberal dominante y al denunciar el multilateralismo como “marxismo cultural”, Bolsonaro, como Trump, incentiva a que los Estados más pequeños emulen su comportamiento y extremismo. La retórica violenta que Brasil ha utilizado en el deterioro de sus relaciones con Cuba es un buen ejemplo de ello. Cuando Bolsonaro atacó el programa “Más médicos” de Cuba, lo que condujo a que Cuba retirara a más de 8,000 médicos de Brasil, y afirmó después que había “un montón de terroristas entre ellos”, allanó el camino para que otros países tomaran medidas similares. En noviembre de 2019, tanto Ecuador como Bolivia pusieron fin a su cooperación en Salud con la isla, y los médicos cubanos fueron repatriados de ambos países andinos antes de fin de año.
En 2019, Brasil fue uno de los tres países a favor del bloqueo de Estados Unidos contra Cuba en la votación anual de la Asamblea General de la ONU. Al hacerlo, el Gobierno de Bolsonaro rompió con la histórica tradición multilateralista de Brasil y su oposición de larga data a la coerción económica de Estados Unidos contra la isla. Sin embargo, Áñez llevó las cosas un paso más allá: el 24 de enero de 2020, el Gobierno boliviano anunció que estaba cortando las relaciones diplomáticas. Bolivia es ahora el único país del hemisferio occidental – y uno de tres en el mundo (junto con Corea del Sur e Israel) – en no tener relaciones diplomáticas con Cuba.
Durante décadas, Cuba ha tratado de tomar distancia de antiguas rivalidades diplomáticas de la Guerra Fría. No se trata de que el Gobierno cubano no proteste cuando se siente perjudicado o cuando aliados cercanos son amenazados o derrocados, pero ha cultivado un enfoque cauteloso hacia posibles detractores. La ruptura de las relaciones de Bolivia con Cuba parece haber resurgido de otra época.
Incluso el Gobierno de Trump, que ha resucitado el Título III de la Ley Helms Burton para ejercer más presión económica sobre la isla, no ha abandonado de lado las relaciones diplomáticas con Cuba establecidas bajo su predecesor; lo que no quiere decir que el enfoque disidente de Bolivia hacia la izquierda en América Latina no sea alentado efusivamente desde Washington. La influencia de Marco Rubio en todo lo concerniente a Latinoamérica y los cálculos, o errores de cálculo, de la campaña presidencial de Trump sigue alimentando la postura cada vez más agresiva del Gobierno estadounidense hacia la región. En última instancia, la política de la era de la Guerra Fría en Bolivia es un salto hacia un pasado oscuro y antidemocrático que encaja perfectamente con la visión Monroe-ista de Trump de otorgarle un papel de “patio trasero” a América Latina en el sistema internacional.
En los últimos días, la ministra de Asuntos Exteriores de Áñez, Karen Longaric, fue recibida calurosamente por el secretario de Estado, Mike Pompeo. El secretario general de la OEA, Luis Almagro, hizo lo mismo; y Longaric celebró su “labor fundamental en la defensa de la democracia y el Estado de derecho” y le ofreció formalmente el respaldo de Bolivia en su intento de reelección al frente de la organización. La OEA fue clave para socavar las elecciones de octubre de 2019 y para impulsar una narrativa incongruente de elecciones fraudulentas que contribuyó en gran medida al derrocamiento de Morales. Luego, Longaric hizo una presentación en el “tanque de pensamiento”, el Diálogo Interamericano, con sede en Washington, sobre la importancia de defender una política exterior no ideológica. Esa misma tarde, las relaciones con Cuba se rompieron. En el evento, Longaric no tuvo que confrontarse con preguntas incómodas.
Áñez ha pasado de ser una improbable presidenta provisional que emergió de la oscuridad, a una candidata presidencial con un conjunto creciente de aliados internacionales; haciendo de su política exterior radical una herramienta esencial de consolidación del poder. En medio de un contexto regional e internacional en el que el extremismo de derecha, lejos de aislar, se ha vuelto políticamente rentable, no es de extrañar que Jeanine Áñez se sienta tan envalentonada.